• SINOPSIS

    Por primera vez en su vida, Ceferino Morales tiene la sensación de haber perdido el control sobre su destino y el del resto de los habitantes de Cañete del Retamal. A pocos días de la gran cacería que reunirá en su finca a políticos, empresarios y aristócratas, Ceferino debe enfrentarse a una serie de misteriosas desapariciones que hacen peligrar el magno evento y, lo que es peor todavía, su hasta entonces indiscutida autoridad sobre las personas, animales y cosas de aquel tranquilo rincón en los Montes de Toledo. Para colmo de males, la pequeña colonia rumana que habita en el pueblo empieza a hablar de vampiros, y una desabrida inspectora de policía se empeña en meter las narices donde no le llaman.

     

    Sangre de Bellota es un inclasificable relato en el que conviven el realismo rural, la novela negra y el género vampírico. Una historia llena de terror, amor y humor, en la que no se sabe muy bien quiénes son los buenos y quiénes los malos. Porque… ¿qué es un vampiro sino un humano liberado del miedo a morir? ¿Y qué es un humano, sino un vampiro aterrorizado?

     

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    Disponible en tapa blanda y ebook

    Editado por megustaescribirlibros.com, una plataforma de Penguin Random House

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    Y si lo prefieres, puedes encargarlo en tu librería favorita. Sangre de bellota llega a todos los puntos de distribución de Penguin Random House.

  • NACHO HERRANZ FARELO

    Nacho Herranz Farelo es un narrador, antipoeta, humorista gráfico y redactor publicitario nacido en Madrid en 1972. Su obra está impregnada de un pesimismo entusiasta, a caballo entre el realismo social, la sátira, la literatura fantástica y una perplejidad cercana a la candidez.Autor de varios cuentos, una novela corta y varios guiones para cortometrajes, en 2016 publica su primera novela, Sangre de Bellota.

     

    Extraño, polifacético y socarrón, Nacho Herranz Farelo es un escritor fácil de leer y difícil de descifrar, con un estilo sencillo y cercano, accesible para todos los lectores. Incluso los más inteligentes.

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  • ANIMALES DE BELLOTA

    Vampiros de ultratumba, caciques chupasangres, inmigrantes ilegales, adolescentes fumados,

    abuelos con boina, abuelas con refajo, el señor cura, el cabo de la benemérita, una inspectora con muy mala leche...

    en Cañete del Retamal todo es lo que parece. Ahí está el problema.

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    Ceferino Morales

    Un protagonista

    con el que cuesta encariñarse

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    Lucio

    Sobrino de Ceferino.

    Es exactamente lo que aparenta ser.

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    La inspectora Ramírez

    Fea e intratable para todo el mundo

    menos Lucio.

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    Constantin el Oso

    Sí, es un vampiro. Sí, viene de Transilvania. Y sí, da mucho miedo.

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    El cabo Rebollo

    La autoridad competente en Cañete del Retamal. Después de Ceferino.

  • Capítulo 1

    “El que camina de día no tropezará, porque ve la luz de este mundo;”

    Juan 11.9

     

    Si algo tenía claro Ceferino Morales es que a él nadie le tocaba los cojones. Y aquella noche se los estaban tocando. Mucho. Tuvo que hacer un esfuerzo para no levantarse y abofetear al capataz, que estaba plantado delante de él como un pasmarote.

     

    – A ver si nos entendemos. ¿Qué es lo que ha pasado, exactamente?

     

    – El abuelo, jefe. El abuelo está muerta.

     

    – ¡Muerto, joder, se dice muerto!

     

    – Muerto. Eso.

     

    A Ceferino Morales le gustaban los obreros rumanos. Trabajaban mucho, cobraban poco y no protestaban nada. Bebían, eso sí, pero algo menos que los del pueblo. Eran perfectos en todo menos en su manera de hablar, con esa lengua de trapo y confundiendo las palabras. No había quien se enterase.

     

    – Vale. Tu abuelo se ha muerto, y yo lo siento mucho. Te acompaño en el sentimiento, majo. Pero ya te podías haber esperado a mañana, ¿no? No hacía falta que me despertases a las tres de la madrugada.

     

    – Perdona, jefe. Pero es que el abuelo se ha muerta en mi casa.

     

    – En tu casa. En Rumanía. Y claro, quieres ir al entierro justo ahora, cuando vamos a empezar la obra.

     

    – No, jefe. El abuelo se ha muerta en mi casa. Aquí.

     

    Ceferino Morales creyó que le iba a dar un ataque. Le costaba respirar, las mejillas le ardían, sus ojos amenazaban con salirse de las órbitas.

     

    – ¡Me cago en la puta que te parió, Cosmin! ¿Me estás diciendo que tenías a tu abuelo en tu casa y no me habías dicho nada?

     

    El capataz agachó aún más la cabeza, como si quisiera hacerla desaparecer entre sus clavículas.

     

    – Perdona, jefe. Yo lo siento mucho.

     

    Probablemente, Ceferino no se hubiese enfadado tanto si la casa de Cosmin no estuviese dentro de su finca. El capataz, al igual que el resto de la cuadrilla, el personal del coto, los camareros del restaurante y los domésticos de la casa vivían dentro de su propiedad, pagando religiosamente el alquiler, eso sí. Y vale que aquello era un negocio y para cuatro remilgados del pueblo además una inmoralidad, pero no había derecho a que le complicasen a uno la vida de aquella manera. Ningún hombre se merece que le despierten a las tres de la madrugada para anunciarle que un viejo sin papeles acaba de cascar en su propia casa y sin su permiso. Después de dedicar un rosario de insultos a Cosmin, a su abuelo y a la señora que parió al uno, al otro y a todos sus compatriotas, Ceferino Morales se vistió a toda prisa y siguió al capataz.

     

    El hecho de que la casa de Cosmin hubiese sido construida dentro de los límites de la finca no significaba que estuviera cerca, ni mucho menos. Ceferino impulsaba su cuerpo rechoncho con un trotecillo agónico, siguiendo a duras penas los largos trancos del capataz. La fatiga y el mal humor le hacían resoplar como un cochino. Y para colmo aquella noche hacía, con perdón sea dicho, un frío de pelotas. Un frío que calaba los huesos y hacía que su resuello se dibujara en la negritud del aire como el humo de un cigarro. En otras circunstancias, aquélla le hubiese parecido una noche perfecta. El frío en el rostro, el olor de la leña en las chimeneas, el perfume de las encinas, la luna plateando las suaves ondulaciones de los Montes de Toledo, el coro de las bestias invisibles en el coto, todo lo que él amaba, había amado y amaría hasta el fin de sus días, se le ofrecía acrecentado por la belleza de una madrugada de finales del otoño, poco antes de la recogida de la aceituna. Pero el hombre no estaba para líricas, y mucho menos después de llegar a casa de Cosmin.

     

    Por desgracia, Morales había visto bastantes muertos en su vida y todos ellos, jóvenes o viejos, fallecidos por causa natural o violenta, tenían en común la absoluta ausencia, la apariencia de una carcasa vacía donde ya no quedaba nada humano, nada capaz de escuchar los llantos ni de oler las flores del velatorio. Sin embargo, el del abuelo del capataz era un cadáver raro. A pesar de estar tan frío y tan pálido como cualquier otro, aquél muerto tenía una expresión atenta, un poco burlona, como un niño que se está haciendo el dormido. Las facciones anchas del anciano, su colosal estatura, las manazas como palas cruzadas en el pecho, el traje negro, los zapatones descomunales, contrastaban con la pequeñez del dormitorio, en cuya penumbra las velas apenas daban para iluminar al cíclope de cuerpo presente y a su silenciosa familia. Raluca, la esposa de Cosmin, rezaba sin ruido, más ajena a los recién llegados que el propio difunto. Iván, el hijo, miraba ansiosamente a todos, especialmente al viejo y a Ceferino Morales, como si no supiera cuál de los dos le causaba mayor aprensión. Vera, la preciosa y codiciada primogénita de Cosmin, conjuraba su embarazo clavando los ojos en el suelo. Ceferino, disimulando el escalofrío que acababa de recorrerle la espalda, habló a su capataz con toda la mala baba que fue capaz de reunir.

     

    – ¿Tú estás seguro de que está muerto?

     

    – Sí, jefe, está muerta. Tieso como un mojama.

     

    Más valía. Porque allí nadie iba a llamar al médico. Ceferino Morales era un cristiano devoto, que donaba sus buenos miles de euros en mantos para vírgenes y en misas para sus difuntos, pero eso era una cosa y arruinarse la vida por un pordiosero muerto era otra. Volvió a dirigirse a Cosmin.

     

    – Venga, tú, agarra una pala y arrima la furgoneta a la puerta.

     

    La mujer y la hija de Cosmin le miraron con una mezcla de indignación e incredulidad. Raluca se santiguaba una y otra vez, mientras sus sollozos se intensificaban. Iván miraba al patrón con la arrogancia que solo podemos tener a los veinte años. Ceferino respondió a la altivez del chaval con la seguridad que confiere saberse en el lado del mango de la sartén.

     

    – Y tú, no mires tanto y vete a ayudar a tu padre.

     

    Morales mostró algo más de respeto a la hora de dar su pésame a las mujeres. Se sentía como un caballero tratando a las damas con condescendencia, especialmente en el caso de una hermosa cincuentona y de una veinteañera monumental. Cosmin e Iván no tardaron ni tres minutos en aparcar junto a la puerta y cargar con el cadáver del anciano, que aún colgando exánime de los brazos de sus deudos, parecía dedicar a todos una burlesca sonrisa de borracho. No les llevó mucho tiempo llegar a las afueras del pueblo. Atravesaron una alambrada coronada por una enorme valla publicitaria. "Las Lomas de Cañete, su chalet de lujo en Cañete del Retamal" era la jugosa promesa que abría paso a un barrizal en el que habían sido excavados una docena de fosos de ciento veinte metros cuadrados, lo que multiplicado por dos plantas y sumado a un jardín y un garaje marcaría la diferencia entre el pasado de Cañete y un futuro poblado por habitantes prósperos y modernos, usuarios exquisitos de jacuzzis, solariums y televisión por cable.

     

    El plan era sencillo. Bastaba con arrojar al abuelo a uno de los fosos, cubrirlo con una capa de barro fresco y esperar a que las hormigoneras llegasen al día siguiente. El nieto y el bisnieto del difunto ejecutaron la operación entre lágrimas, de pena en el caso del primero y de rabia en el del segundo. Por su parte, Ceferino Morales se limitó a supervisar la operación y a recompensar a sus empleados con sendos billetes de cien euros, como si se tratara de un trabajo extra en domingo. Asunto concluido.

     

    Eran casi las cinco cuando Ceferino se volvió a meter en la cama. La Engracia murmuró algo ininteligible a lo que él respondió "nada, los inútiles estos que se han cargado un compresor". Contraviniendo sus temores, se quedó dormido enseguida, aunque tuvo sueños raros en los que siempre aparecía el abuelo de Cosmin, a veces colérico y a veces afable, pero siempre vivito y coleando, y hablando un castellano que para sí lo quisiera el merluzo de su nieto. Pero aunque los sueños de Ceferino no eran especialmente inquietantes, hubiese preferido no tenerlos. Su subconsciente estaba empapado de un catolicismo que estaba por encima de cualquier inhibición. Ni siquiera durmiendo era Morales capaz de asumir que un inocente no fuera enterrado en cristiano. No obstante, un hombre seguro de sí mismo siempre puede manipular las reglas de cualquier cosa, incluso las del mundo onírico, de modo que en su sueño el abuelo acabó perdonándole la chapuza a cambio de una copa de aguardiente, y Ceferino pudo al fin dormir como un bendito. Por poco tiempo.

     

    A las ocho en punto fue despertado por los insistentes pitidos del coche de Francisco, su único hijo. El chaval siempre se sabía bien recibido por sus padres, fuera cual fuera la hora y el estado en que llegase. Por eso se sorprendió al ver cómo su padre pasaba por su lado como una exhalación y arrancaba el Range Rover a toda prisa, sin siquiera decirle hola. La madre, en cambio, salió a estrecharle en sus brazos como si no se hubieran visto en diez años. Y la verdad es que hacía más de un mes que el muchacho no aparecía por casa. Desde que se fue a Madrid a cursar como estudiante tardío la carrera de Empresariales, Francisco se había entregado a una vida de desenfreno que le hacía acumular deudas escandalosas, y de vez en cuando se dejaba caer por el pueblo, para fingir que ayudaba a su padre en alguno de los negocios y justificar así un generoso sablazo. Y aunque como único heredero se sabía acreedor de los mimos paternos, el joven Morales vivía con la sospecha de que ellos no iban a ignorar eternamente su conducta disipada. Víctima de aquella convicción, Francisco interpretó como un reproche el raudo desdén con el que le recibía su progenitor.

     

    Pero la verdad era que si Ceferino había salido corriendo de casa sin saludar a su hijo fue simple y llanamente porque no lo había visto. Tanta era su prisa por llegar a la obra antes que los trabajadores. Así y todo, cuando llegó los obreros ya estaban esperando ante la verja, que permanecía cerrada. Buscó a Cosmin con los ojos.

     

    – ¿A qué hora vienen los del hormigón?

     

    – A las nueve y media, jefe.

     

    Aún había tiempo para comprobar que todo estaba en su sitio. Ceferino ordenó a los trabajadores que esperasen fuera y entró acompañado por Cosmin y su hijo Iván. Siguieron sus propias huellas, las únicas que no habían sido desdibujadas por la lluvia de la noche, profundas y asimétricas por el peso del cadáver. Se asomaron al foso. El plástico con el que habían tapado al abuelo seguía allí, pero no podía decirse lo mismo del difunto. Dentro del agujero no había nadie, ni vivo ni muerto.

     

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